Domingo, 29 de julio de 1821
por Josefina Barrón
VIVA EL PERU
Fue una mañana rara esa. Se había acostado el limeño como súbdito del
rey de España y se despertó peruano. Al menos, el que logró levantarse, porque
la noche anterior corrió la chicha como las aguas del Rímac en febrero: a
borbotones. Ese sábado 28, San Martín llenó plazas proclamando la Independecia
del Perú. En realidad, ya había firmado la emancipación el 15 de julio en el
Cabildo de Lima junto al conde de San Isidro, que era el alcalde de la ciudad,
y otros notables, pero era en la Plaza Mayor que debía consumarse; y es que,
como buenos hijos de la Madre Patria, estábamos acostumbrados a celebrarlo y
hacerlo todo allí: el nacimiento de un príncipe heredero, el aniversario de un
rey, y el mercado.
En las semanas previas a la fiesta patriótica, en Lima escaseaba el
alimento, y sobraban el pánico y la incertidumbre. Las tropas realistas ya no
tenían recursos y los patriotas lograban importantes victorias en el interior
del país. La entrada del general San Martín en Lima era inminente. Los más
elegantes, incluido el virrey, se refugiaron en el Castillo del Callao, hoy la
Fortaleza del Real Felipe. Se decía que el Ejército Libertador era sanguinario,
compuesto de hordas de gentes con sed de venganza, resentidos, pillos y
saqueadores que acabarían con los sectores más pudientes de Lima. Las señoras
de alcurnia temían por sus confesores, sacerdotes españoles. Los esclavos
carroceros, cocineros y mayordomos temían por sus amos; su suerte dependía de
ellos. Los amos, por sus tierras y sus títulos nobiliarios. Parecía el fin del
mundo.
Pero nada terrible pasó. San Martín no prentendía enfrentarse a España.
Antes de entrar en Lima, le propuso al virrey La Serna que él mismo fuera el
regente hasta que llegase el príncipe Borbón que el Libertador quería poner
como monarca constitucional de la nueva nación. Imaginemos la cara de sorpresa
de La Serna. Era una propuesta demasiado romántica, y el virrey supuso que era
una trampa. Huyó el ejército realista a la sierra y dejó la capital abandonada
a su suerte.
Días después de la entrada de San Martín, la ciudad se fue calmando. Los
emancipadores y Lima entraron en confianza. Era una ciudad de murallas y
tapadas, colonia en sus trescientos años de vida. Por la envergadura de la
independencia, seguro hubo una corrida de toros en Acho. Pancho Fierro retrata
al capeador Sebastían Arredondo sobre su caballo, fumando. La imagen es un
símbolo de la ruptura con el dominio español, pues dicen que el propio virrey
Abascal prohibió a los capeadores fumar.
Ese fin de semana celebramos nuestra independencia entonando no el Himno
Nacional, pues no existía aún, pero sí el de “La chicha”, ese que reivindicaba
a nuestro licor frente al vino español, que cantaba al ají amarillo y rosado,
al cebiche que ya era el emblema de nuestra identidad entre el pueblo, a la
huatia y al chupe, platos del acervo andino criollón y a la chicha de jora,
como se escuchaba en el coro: “Oh, licor precioso la chicha, licor peruano,
licor sobrehumano, de color oro, del indio tesoro, ¡patriotas bebed!”. La
canción fue compuesta por Alcedo y De la Torre Ugarte, los mismos que
compusieron el Himno Nacional. De La Torre Ugarte, mi antepasado.
Y fue grande la chicha del 28 en la
capital del nuevo país. El 29 la patria era, era en ciernes, con la resaca de
todo lo peleado y una gran deuda externa, porque la libertad costó cuantiosas
libras esterlinas. Pero ya éramos peruanos, al fin.
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