¡Libertad! (para arar en el mar)

 


¡Libertad! (para arar en el mar)



Por Josefina Barrón



Son las personas de carne y hueso las que refundan la historia, con toda la contradicción que suelen revelar sus acciones;


protagonizan eventos de horror y virtud que marcarán el devenir de la Humanidad. Pasa que un solo hombre trae libertad y muerte. Inspira, consolida y desola a su paso.

Muchas familias fueron desmembradas durante los días que siguieron a la independencia del Perú. Familias desmembradas, peruanos oprimidos, opositores fusilados. Bolívar llegó para imponer, para perseguir, para engrandecer los dominios de un ego largo tiempo alimentado por el romanticismo épico de su mentor, Simón Rodríguez, quien le enseñó a Rousseau y a delirar de poder al punto de colocarse laureles en la cabeza. Juntos Simón y Simón fueron testigos de la coronación de Napoleón. Bolívar juró ante Rodríguez, en la cima del Monte Sacro, que no descansaría hasta liberar a su tierra del yugo español.



La historia sería otra si San Martín y no Bolívar se hubiera hecho cargo de consolidar nuestra libertad. Pero San Martín, fiel a su personalidad cauta, rigurosa, poco dada a gestos radicales, quería la concertación. Propuso a los españoles, en un salón de la casa hacienda Punchauca, hoy en ruinas, traer un príncipe europeo y formar con él una monarquía constitucional. Tenía razón: no estábamos listos para ser dejados solos. Debíamos caminar hacia nuestra nueva condición de a pocos, para no caer en anarquías. Y eso fue lo que pasó, tanto así que San Martín percibió que mejor habíamos estado en la placidez decadente de ese último siglo de Virreinato.Ser independientes no sería difícil. Ser libres, pensar y actuar como personas libres, arduo trabajo.

Esa tarde de fastuosas fiestas con que fue agasajado San Martín por Bolívar en Guayaquil, fue determinante. Fue allí que Bolívar se mostró en toda su dimensión ante un San Martín incómodo por el exceso de brillo, el bullicio y la adulación que el anfitrión tanto se procuraba. Bolívar le dejó saber que no daría su brazo a torcer; rompería con todas las tradiciones de gobierno y administración españolas. San Martín salió frustrado de su encuentro con el autonombrado Libertador, no sin antes confesarle al oído sentir que había arado en el mar. Decide embarcarse rumbo al Perú, renunciar a sus cargos y partir a París, donde tendrá una vida auspiciosa y tranquila, sin mayores remezones que el pasado que de vez en cuando iría a buscarlo para arrugar su corazón de auténtico héroe. Moriría ya viejo, como lo muestra la única foto que de él existe. 

Bolívar, en cambio, dejaría
este mundo ocho años después de aquella cita en Guayaquil, arrastrando la enfermedad que desde joven había padecido, en tal estado de pobreza, luego de tenerlo todo, que dicen que tuvo que vender su vajilla para sostener el último aliento. Había pasado años en el Perú en calidad de suprema autoridad, restaurado la esclavitud y promulgado una serie de reformas que empobrecían y distanciaban aún más al indígena del sistema. En tan solo quince meses logró una victoria decisiva sobre trescientos años de dominio; pero ello nos costó dolor, muerte, además de una buena parte del territorio nacional. Nunca concertó. Impuso. No comprendió cómo debíamos alcanzar la libertad sino hasta en su lecho de muerte, cuando, en un acto de humildad y antes de cerrar los ojos, repitió las palabras que San Martín le dijera al oído unos años antes: "servir a una revolución es arar en el mar".



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