TREN AL SUR

 


Juan de Arona Linea de Chorrillos

TREN AL SUR


Por; Josefina Barrón

Juan no era Juan. Era Pedro. Juan de Arona fue Pedro Paz Soldán. Uno solo. Complejo e inclasificable. Niño en los campos de Cañete, señorito en los salones de Europa, sabía de los griegos y los árboles. Promovía peruanismos en un Perú que aún no tenía conciencia de lo suyo. Era poeta, filólogo, cronista de viajes y descubridor de lo bello, lo nefasto y todo aquello a lo que a nadie más parecía importar. No podía con su genio, acaso no quería. Sus palabras fueron dardos que lanzó a sus enemigos sin medir las consecuencias. No escribía tan bien como sabía decir verdades.

Fue abogado del diablo y de esos árboles que miraba maravillado. Naturalista de la condición humana, filósofo de la estulticia, humorista muy negro, despiadado. La estupidez reinante lo sacó de sus casillas, lo hizo pelearse con casi todos los que formaron su universo social y geográfico. Así, dijo alguna vez que el pueblo ejercía su  'soberasnía', llamaba constantemente 'pillaje' al peaje y 'Gran Enemigo' a la autoridad. Había heredado la inmensa biblioteca, en fondo y forma, de su abuelo, Hipólito Unanue. Pareció habérsela leído toda. 

Un poco antes de morir en enero de 1895, ya sin la fortuna familiar, Juan de Arona reunió sus crónicas


que había publicado en El Comercio y otras tantas inéditas bajo el título de "La línea de Chorrillos", y les dio forma de libro. Testimonio díscolo, por momentos catársis, sobre la vía del tren que integraba los tres balnearios de Miraflores, Barranco y Chorrillos a la ciudad de Lima.

Juan de Arona se detuvo en cada uno de los pueblos aún separados por extensos campos de cultivo, para recorrerlos al pie del acantilado e ir, como cronista de viajes que fue, comentando sobre calles, pasajes y alamedas, descubriendo ranchos y personajes, denunciando abominaciones edilicias, evocando estampas y los recuerdos de su niñez.

Regurgitó en el papel los estragos de la guerra con Chile sobre Chorrillos, el balneario que alguna vez fue llamado Versalles y que luego estuvo largo tiempo "tieso y estirado como un emperador muerto".


Habían pasado apenas trece años de la caída de Lima y, en el camino del tren, Juan de Arona aún se topaba con escombros de aquel doloroso episodio. Se reconocía extasiado por la presencia heroica de árboles extraños en nuestros desiertos: "Un gran árbol añoso en la costa de Lima es poco menos que una maravilla. Los vetustos sauces de la bajada de Barranco habían adquirido en sus troncos un grosor extraordinario, parecían tambores". Veía cómo el joven Barranco empezaba a animarse, mientras el viejo Chorrillos languidecía debajo de sus ruinas.


De Miraflores escribía: "Los rosales y el lujo de luz que había en el Miraflores de mi niñez han
desaparecido bajo la opacidad de la multitud de árboles exóticos con los que las colonias extranjeras han dotado al pueblo de sus afecciones". 

Nos hubiera hecho mucho bien tener a Juan de Arona hoy, hacerlo recorrer la Lima que dice mirar el mar, llevarlo por la costa que en sus tiempos sí fue verde y era virgen de otros ruidos que no eran los de las aves, el murmullo de las olas, los pescadores, y uno que otro bañista paseandero.




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