El fútbol nos recuerda que en algo coincidimos




NOSOTROS
Me viene a la mente el niño argelino pobrísimo que jugaba fútbol en el colegio público con clavos de metal en las suelas de los zapatos, para no gastarlos. Aunque resbalase en cada pase y por momentos cayese, Albert Camus, el niño que fue premio Nobel de Literatura, se hizo hombre allí, entre dos arcos, en la pugna por la sobrevivencia de su integridad, en la incesante búsqueda de pertenencia que marcó su vida. Ni la tuberculosis alejó a Camus del fútbol. Aunque no fuera más el portero que prometía, llegó a decir que allí, en el campo, había aprendido todo lo que supo sobre la moral y el comportamiento de los hombres.
Sé que sonará iluso, pero el fútbol no es un negocio aunque mueva montañas de oro. El fútbol hace rato dejó de ser deporte. Quizás nunca lo fue. El fútbol no será industria nada más porque despierta conciencias, acelera y detiene corazones, congrega millones de almas que imploran al unísono y sufren la misma pérdida. Tiene la capacidad de atravesar barreras sociales y económicas para tocar a todos por igual. Carga la fuerza mística de la religión. De hecho, es la menos sórdida y peligrosa de todas las religiones. La más humana de las fuerzas que mueven al mundo.
Estadio Nacional, noche húmeda, fría y caliente, viernes 6 de setiembre. El tumulto ensordece, una
bandera enorme cubre la trinchera sur. Lleva escrita la palabra coraje. La gente salta, baila, ruge, queda afónica, se frustra, carajea. Como en una verdadera ceremonia de fe y fervor, no existen los individuos. Existe la masa, el espíritu de cuerpo, la energía colectiva.
Tuve una sensación, parecida a la certeza, de ser parte de algo más grande que yo, un efecto cósmico que ninguna campaña publicitaria, ni la más emotiva de las misas o el más audaz de los discursos políticos ha logrado exacerbar en mí.
El fútbol nos recuerda que en algo coincidimos: somos parte de un mismo equipo. Peruanos. El fútbol nos pone a todos nosotros, por noventa minutos, en el mismo arco, y ese ya es un triunfo. Perdimos, sí, pero siempre ganamos. Porque en cada uno de esos partidos determinantes, los peruanos se congregan en sus elegantísimas casas o en los callejones del Cercado, alrededor de una pequeña radio para soñar y, por qué no, para llorar a la vez. Ese es el verdadero valor del fútbol. Aquel grito colectivo que emana del barrio, de la ciudad, del pueblo, del país.
Es cierto que, algunas veces jugamos bien al comienzo, que nos portamos mal al final, que el árbitro no parecía juez y sí, que los charrúas vinieron a jugar rugby, los venezolanos a jugarnos sucio, qué se yo. Pero también es verdad que todos, en mayor o menor intensidad, sangramos con Guerrero, lloramos con Farfán, saltamos con Oreja Flores… todos sentimos la ira del hincha, todos fuimos hinchas golpeados con la frustración del gol ajeno, todos reconocimos al mismo rival, todos hicimos esa ola que se esparció por las tribunas, todos teñimos de rojo el estadio y de nostalgia la madrugada.
Más de uno responderá a estas palabras argumentando que odia el fútbol, que siempre jugamos bien y nunca ganamos, pero ese manifiesto es ya señal de identidad, plegaria que ni tú ni yo y sí nosotros, lanzamos al aire enrarecido. Y eso ya nos convierte en un solo cuerpo.
                                                             Por; Josefina Barrón

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