LAS FRUTAS DEL AYER
Parece
que ciertas frutas van desapareciendo de calles y avenidas junto con viejas
casas, mercaditos de barrio, mundos trazados con tiza en las veredas, trompos,
canicas, y la preciada quietud de las tardes de juego al aire libre.
Al
preguntar a chicos de la Lima de hoy, resulta que muy pocos de ellos conocen de
los nísperos, de las granadas, de los pacaes y moras, de las guayabas e higos
que los más adultos conocimos no necesariamente en los supermercados de la
ciudad, sino desde el árbol de casa, en las callecitas del vecindario, en las
avenidas aún quietas por donde hoy deambula el caos.
El Perú (y Lima no se queda atrás) recoge crónicas acerca de las
riquezas
de los frutos nativos e importados que florecieron para deleitar a
indios, negros, criollos y españoles que aquí habitaban. Cuenta una historia
que mientras el pueblo peruano aguardaba la inminente muerte de Ramón Castilla
por causa de una terrible dolencia, este ya se había recuperado y andaba
empujándose una enorme sandía. Así de trejo decían que era Castilla. Y así de
celestial sería la sandía que devolvió a la vida al valiente mariscal. No nos
extraña que fuera ese frutón lo que reanimara al hombre. Apenas pensamos en
sandía, imaginamos inmensidad intensamente roja, dulce y exuberante, generosa
de carnes, regalona en la boca. Pasa lo mismo cuando vienen a nuestra mente el
mango, la chirimoya, la lúcuma y, aunque hayamos encasillado en el terreno de
las verduras a la palta, pecado de mantequilla verde lista para untarse en cualquier
superficie que se ofrezca, es ella una fruta, una de las reinas si no en
belleza y sabor, en textura.
Recordé,
escuchando esa deliciosa anécdota relacionada a la gesta del Perú -no me consta
que cierta-, todas y cada una de esas frutas que colmaron mi imaginario y
amenizaron mi niñez montuna. Frutas que robé a los árboles de mis pequeños
dominios. Estiraba la mano y ahí está bala granada, bombástica, licenciosa como
un motín de piedras preciosas, ahí el pacae con su tremenda vaina rugosa
celosamente atesorando en su interior tiernas pepitas envueltas de dulce
algodón. Evoqué al árbol señor del níspero y sus racimos de pequeños frutos
como soles esparciendo luz para cuando el invierno imponía su niebla. Nos
hartábamos de esas moras que siempre fueron destellos de vibrante color en
medio del gris.
Así era.
Estar al aire libre, hace cuarenta años, era cosechar. Una aventura agrícola
sobre el asfalto.
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