Josefina Barrón y su columna en El Comercio hoy domingo, donde hace una valiente y fina defensa de la tauromaquia.
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DR. TV Y LAS TARDES DE DOMINGO EN ACHO
Los que amamos la tauromaquia solemos hablar de ello con el frenesí de un amante empedernido. Nos sentimos conmovidos al recordar aquel memorable pase que hizo sacudir pañuelos blancos; se nos va la vida en cada suerte, extasiados cuando el estoque atraviesa la carne de la noble bestia y la faena culmina con la dignidad que tanto se anhela. Hemos llegado hasta la lágrima y pedido rabo, arrancados hacia una magia sin igual, porque el toreo conjura a la vida con la muerte en una danza que nada tiene de macabra como sí de vital.
Dr. TV, Tomás Borda o simplemente Tommy, espera que sea domingo para llegar a Acho. Igual que yo, desde niño se vio cautivado por las corridas de toros, pero su familia, a diferencia de la mía, no era aficionada. Así que mientras mis padres extendían un enorme mantón de Manila en la barrera del tendido nueve, Tommy se las ingeniaba para llegar a la última fila de sol colándose por los potreros, cargándole el capote al legendario Tata, y ya cuando creció un poquito más, dando clases de matemáticas a los más chicos para procurarse la entrada.
A las tres y media suena el clarín. Tommy me describe la emoción que siente cuando el sol brilla justo cuando entran los matadores y sus cuadrillas. Todo es albur, dice, porque el sol puede no pintar de luz la arena, porque el público puede no vibrar junto, porque ningún toro se parece a otro, porque la lidia no sabe de guiones, porque la muerte siempre acecha en la cornamenta del animal. Porque la gloria y la tragedia pierden sus límites y se vuelven único trazo en un lienzo vivo, agrego. Dr. TV ama la vida más que nada. Por eso decidió ser médico, por eso hace años que hace guardias sábados, domingos y feriados, por eso enseña a las personas a mantenerse sanas, a evitar enfermedades, por eso detiene hemorragias y dolencias en el quirófano. El doctor, como el torero, enfrenta a la muerte; vestido de blanco y no de luces, carga la suerte. La mano no debe temblar. El cuerpo debe estar, como el espíritu: bien plantado. Porque para que uno domine la fatalidad, uno debe haberse dominado primero.
Apenas se abre la puerta de toriles, los que amamos esta fiesta sentimos un nudo en la garganta. No vamos a ver cómo mueren los toros, sino cómo el torero vuelve arte una embestida indómita. Vamos a presenciar aquel mágico instante en que lo brusco deviene alado. Se genera la cadencia que envuelve a la plaza en un solo grito, hondo y antiguo, que celebra la belleza porque ama la vida: gritamos ole.
Pero el toro muere y eso no es justo, dicen los que no van. Sí, debe morir porque para eso ha nacido el toro de lidia, para eso ha sido primorosamente cuidado en el campo durante cuatro años, seleccionado entre muchos. No hay otro animal en este mundo más hermoso que este, dice Tommy, que luche por su vida hasta que muere, que siga embistiendo a pesar de todo. Puede ser indultado, pero son pocas las veces; la muerte del toro es la vida del hombre. No es una pelea. Nadie gana. Es un ritual donde el humano expresa su dominio sobre las fuerzas de la naturaleza. Aunque a veces sea el torero quien muere, porque como escribió Enrique Aramburú Raygada: Toro bravo, hay que cambiar / tu muerte por mi vivir / ¿Cuál sangre sobre la arena? / ¡Que lo decida Dios! / Pues, si hay una muerte en mi estoque / en tus pitones hay dos.
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